Lola, no me vengas con eso.
Estoy harta de este trabajo y ya he tomado una decisión. No intentes
convencerme. ¿Crees que a estas alturas voy a volverme atrás? Ni lo
sueñes. Si no doy el paso ahora no lo daré nunca. Y, además,
mañana tengo una entrevista en una tienda de bisuterías de la calle
Concepción. No me importa perder mis derechos; si me contratan, me
voy. Claro que me da pena dejarlos. Son ellos los que me han retenido
tanto tiempo. Si fuera por lo que gano, ya lo habría dejado hace
mucho tiempo. Este lugar es como mi pueblo, como mi país, como el
mundo. Hay una jerarquía: los que mandan y los demás. Y este antro
no está tan mal. Ve a otros y te enterarás, ya lo sé. Si, me da
pena dejar el trabajo, pero necesito ganar más. Pues sí, a lo mejor
cambiar de aires unos días, me sentaría bien. Por supuesto. Si,
airearme un poco. Mi vida está hecha una mierda. No vivo más
que para trabajar. No tengo tiempo para otra cosa. Unas horas muertas
a la semana para darle vueltas al asunto, para acabar sobando la
historia personal de esta gente que duerme, se levanta, caga, mea y
come; que se mueven como el musgo, arrastrándose para no hacer
ruido, para no molestar, para no enturbiar sus pensamientos y para no
llamar la atención de la muerte. Y no puedes hacer nada, Lola, eso
es lo peor. Los limpias, los peinas, y les mientes jugando al parchís
por las tardes mientras los observas a hurtadillas fijándote bien en
los pliegues de sus caras, en la rigidez de sus brazos y sus manos
sin articulaciones, sus ojos encogidos y acuosos de tanto ver. Y te
vas a casa con un gusto amargo en la boca, unas veces, y otras enfurecida con el sistema. Tengo que esforzarme más, pienso. Paso demasiado tiempo con esta gente en este corredor de la
muerte. Pienso en sacarlos a pasear, en leerles cosas interesantes y,
entonces, ¡ioioio!, salta la alarma. El sistema no permite fisuras.
El sistema dice que ellos ya con la edad que tienen no se enteran de
nada y, además, ¿para qué va a servirles eso a estas alturas? Y yo
voy y vengo del trabajo a casa y de casa al trabajo casi sin ver la
calle, me voy inmunizando contra el dolor y el mecanismo sigue
parado, quieto sin que nadie lo empuje. Supongo que cuando vas a
morir ya nada importa, sin embargo, yo también me voy a morir, como
tú y como Jofefa y a mí sí me importa todo. ¡Qué quieres que te
diga! Vivir es como tejer. No se teje sin más, se teje un jersey,
una bufanda o unas calcetas. No te pones a tejer
sin
límite;
en
algún momento tienes que acabar la faena. En la vida hay que
concluir, si no con algo heroico, al menos con alguna
tarea bien acabada. Tengo la impresión de que si me muriera ahora,
dejaría el mundo torcido, cojo y estaría muerta media hacer. Vamos
que moriría media yo. No, la vida hay que acabarla como dios manda.
Con una carta dirigida a alguien que te importa, con un beso a quien
amas, con una sonrisa en una partida de damas ganada con solvencia.
Tienes que irte de este mundo con una última buena sensación, que
luego morirá contigo, para irte completa. Y luego la
culpa. Esa cosa que te agarra por donde dijimos y te hace bailar al
antojo del que más tranquilo duerme. Tú ya sabes quién es. Lo
tengo decidido Lola ¡Me voy antes de consumirme! ¿Cómo que no
puedo irme? Uhm…, dale. Vale, pues me lo cuentas esta tarde. Te
espero después de comer. Me dan miedo tus ideas. Te dejo que me están llamando. Se acerca la merienda. Venga, guapa.
Un beso chula. Te quiero. No mujer, hoy no. ¿Dónde voy a irme yo
así, de pronto? Pero que me voy, es un hecho. Dos ingresos nuevos
mañana y no sabemos en qué condiciones vendrán. Vamos que el único
respiro que tengo me lo acaban de joder. Luego hablamos. Chao,
chao. ¿Dónde voy a ir yo? Vaya preguntita. Podría irme donde yo
quisiera, digo. Pues mira, creo que no estaría mal irse a algún
sitio de playa. Esta idea no es nueva. Hace tiempo que ando dándole
vueltas. Me gusta Zihuatanejo. Zihuatanejo, suena como si estuviera
en otro mundo, más bien, en otro planeta, otra galaxia.
Zi-hua-ta-ne-jo. Así, silabeando, parece más lejos aún. Allí
sobre aquella arena blanca de paraíso podría tumbarme y ser otra
mujer nada que ver con la que soy, tan triste, tan sórdida como mi
gato y mi piso. La cara se me mudaría completamente, se me pondría
radiante, más viva, más alegre. Los ojos me brillarían y podría
mirar a los ojos de alguien, no tendría que apartar la mirada. Mi
boca expresaría mi bienestar con una amplia sonrisa, la que siempre
me hubiera gustado tener, que provocara en la gente deseos de hablar
conmigo, y no tener que estar callada tanto tiempo. Me quedaría más
delgada, por supuesto, porque habría perdido el ansia de comer
dulces en todas sus variedades y pediría en el restaurante ensalada
mixta y cosas ligeras que olieran a buena cocina, a manos cariñosas
haciéndote la cena y no tener que comer cualquier cosa con prisa.
No, no me sentiría sola porque en Zihuatanejo hay gente que va a los
restaurantes y que come cangrejos y también otros manjares que no
hay por aquí. El tiempo es hermoso allí con un sol brillante sobre
el azul del mar. La arena es tan fina como perlas ínfimas que te
acarician la piel. Me tiraré en la arena y rodaré para cubrirme
entera y luego me hundiré en el agua cristalina para refrescarme
deslizándome como una sirena. El roce fresco del agua haciéndome
sentir más viva... Al salir del agua caminaré por la orilla y me
fijaré en los hombres que pasen cerca, tal vez alguno quiera
conocerme porque seré más guapa, irradiaré con la luz del mediodía
y por las noches tendré una chispa en la mirada que no se podrá
esquivar. En Zihuatanejo seré feliz y no tendré que entrar y salir
de un piso húmedo porque mi casa mirará al mar y a las estrellas.
Qué calidez, qué sencillo todo. Me pondré un vestido de mangas
cortas con florecitas blancas pequeñas sobre fondo verde cayendo
hacia las rodillas en capa. Sandalias blancas de piel suave y una
pamela ligera que mueva el viento. Recorreré el mercadillo de
antigüedades para ver alfombras, souvenires marinos como las
estrellas, los corales, snail shells, anillos de plata de Taxco y
objetos laqueados de Olinalá y cerámicas y pinturas sobre corteza
de papel de los Valles de Oaxaca. Me parece escuchar Fígaro mientras
toco aquí y allá los objetos sintiendo su forma, su textura y los
colores, atrayendo recuerdos que no son míos pero que me vienen con
su fisonomía y su olor. La tarde es calurosa y húmeda.
Tomaré una
cerveza sentada en la terraza de un bar sin pensar en nada,
sintiéndome dueña de mi tiempo y de mi soledad y de todo lo que
alcanza mi vista.
La cabaña del pescador,
hecha de bajareque, es preciosa. Él, cuando no pesca, está sentado
en la puerta y vende sus pulpos curados al sol y el salitre de la
brisa; es buen hablador. Me gusta escuchar sus historias, esas historias de las que no sé
muy bien si son de verdad o se han formado en su cabeza con los años
y con el calor y la plenitud de su interior. Cuántos personajes han
visitado su vida. Yo le escucharía cada tarde encantada. Nunca me
han contado cuentos ni historias fantásticas. Ya oscurecido paseo
hasta el malecón entre los árboles, hasta el muelle de pesca. Me
siento ligera. Podría morir aquí mismo con la certeza de haber
vivido. La noche está hecha con un haz de luna blanca. Continuará.