Aquí deberían morir
los ancianos. Este debería ser el lugar de encuentro de los que van a morir y
no tienen sitio porque no tuvieron oportunidad o porque las desecharon, los que
se quedaron solos y los que abandonaron a mitad del camino, los que se
perdieron o los desorientó la duda y el miedo, los que olvidaron que eran
personas, los que pensaron que la vida no estaba dispuesta a darles un margen a
su libertad; los desertores de la vida podrían encontrar aquí el paraíso
soñado, la imagen perfecta para morir felices a pesar de todo. Los oigo reír a
carcajadas, con esa risa con la que nacen y que les quitan poquito a poco o de
un manotazo.
¡Ea! Ya me fui otra
vez. Vaya, cada vez que llego a Zihuatanejo monto una residencia. ¡Qué susto me
has dado! ¡Ay!, disculpa, dime. Si, tenía que ir al lavabo. Ya voy. La
limpiadora me pregunta que con quien hablo. Si ella supiera. Yo no le contesto
porque sé que no le importa, ella pregunta y se va, nunca espera la respuesta.
Cualquier día me
cogen con la grabadora en las manos. Si, algún día yo también iré a Zihuatanejo
y como Andy Dufresne, sentiré que he llegado a algún sitio después de haber
cumplido solo parte de una cadena perpetua.
Jofefa relata con
todo, se queja siempre; ahí viene con el plato en las manos. Dice que no se
come esa basura, que tiene veneno, habla tú con ella que a ti te entiende ella
mejor que a mí, dice Rosa con esa voz de gallo
pasando de largo. Fefa solo necesita que la escuchen, contesto con mi voz
aguardientosa que abarca todo el pasillo. Soy muy paciente. Cuando la escucho
llorar o más bien gemir como una niña pequeña, me pongo fatal aunque sonrío.
Anda Jofefa, no llores que yo te quiero mucho, le digo. Dejo de soñar y me voy
a consolarla. Vete tú Rosa, yo la ayudo. No te preocupes, digo para mis
adentros. Tengo que calmarla para que no
sufra y no sufrir yo. El llanto me taladra el alma. No puedo soportarlo. Es
tanto que, durante los últimos diez años, no he dejado de pensar en eso. Es
como si me recordara algo tan lejano que
no estuviera en mí. Una voz, una tristeza por un llanto que no he llorado, pero
que me angustia como si realmente lo hubiera hecho. ¿Algo llegó asustarme tanto
alguna vez que lloré así? Entonces lo recordaría. Nunca he querido preguntar a
mis padres si lloraba de pequeña. Tal vez algún extraño temor me embarga, no sé.
Anda Jofefa, ven. Te cambiaré el plato pero no se lo digas a nadie, le digo
rodeándola por los hombros. Mi hija ya no tardará mucho, ¿verdad?, me pregunta.
Ahora me toca mentir pero prefiero cambiar de tema. ¿Sabes que mañana viene una
compañera nueva estupenda? A las once iremos a la puerta a recibirla, le
contesto. Como si eso fuera posible. Pero vamos a ver..., esta vez si la voy a
llevar a ver qué pasa. Te lo prometo, le digo, la vamos a esperar en el porche,
añado para entusiasmarla. Anda, no dejes la cuchara a medio camino Fefita,
come, ¿no te gusta el flan?
Y así un día y otro.
Con todo recogido y oliendo a pollo vamos al despacho de la jefa. Informamos de
los incidentes. En esta sala me ahogo. Su discursito de aliento y de
recordatorio de nuestra importancia en la vida de los mayores me oprime. Qué
sabrá ella de opresión y de viejos. Quiero seguir en la silla, sentirme parte
del equipo, y no del mobiliario, es importante y necesario para el buen
funcionamiento, pero tengo un folleto del Caribe que me quema en el bolsillo.
Si jefa, le digo, pero esa voz que me habla desde otro lugar se impone, me
arrastra y no sé cómo desconectarla y, encima, tiene razón. “Ahí fuera hay algo
que te está esperando, que tal vez no sea nada, o quizás sí y si no lo pruebas
nunca sabrás si ganas o pierdes” Menudo gancho.
Mañana, dice la jefa,
llega una anciana de Fuenteheridos. La tienes asignada tú. ¿Tú soy yo? Si, tú,
no te quejarás. Tienes el pabellón medio vacío. Pero, vamos a ver, ¿no llegaba
el viernes junto con otros restos de un asilo que han cerrado en Niebla? Ni
caso. Ah, que el familiar de la víctima, perdón, de la usuaria, no podrá estar
en la mudanza y quiere asistir... Y quiere asistir, pienso, no sé por qué, en
un parto sin dolor. Bueno qué más da una más que menos.
Lo que me impresiona
son las llegadas. Sacar a una anciana de una furgoneta con el bolso en una mano y el pañuelo de los mocos en la otra.
Cuando se baja vuelve la cabeza y mira el asiento y en el asiento no hay nada.
Cuando cruza la puerta de entrada el vacío se apodera del camino y aquí nos
encargamos de meterle información nueva en el cerebro. Esta es tu nueva vida,
lo demás no importa. Vas a estar muy bien con nosotros. Conocerás a otras
mujeres y hombres en este matadero. ¿Me oyes?, la jefa le pone un tono especial
a esta especie de pregunta. Claro, mi vida está medio vacía. Será un alivio que
me la llenes. Si no estás contenta con tu trabajo, puedes buscarte otro. Sí,
estoy en ello perra. Lo de perra lo digo para adentro. Por qué lo llamaran residencia
cuando deberían llamarla casquería. Se acabó la reunión, no sin antes dar la
charlita de motivación. Apago la grabadora para no tener que transcribir tanta
basura. Continuará.