Escribo y escribo |
¿Podrías quedarte con Lucas un par de horas? Voy a
sellar el paro y el caso es que no se encuentra bien y no quiero hacerle pasar
un mal rato. Me muero del susto, aunque
no lo aparento. Está dormido, dice. No te dará quehacer. ¿Y qué hago si
llora? No, no llorará, él no extraña a nadie. No hay ni que moverlo del
cochecito. Ya verás, lo ponemos aquí y ya está. Vale, pero no tardes por dios.
Es muy mono el niño. Me siento en una silla a su lado. No quiero que le ocurra
nada. Pienso en cómo sería yo así de pequeña. Y pienso en todo lo que tardé en
crecer. En lo larga que se me ha hecho la vida. Ahora que me han despedido se
me hace larga y cuesta arriba. No puedo dejar de mirarlo y preguntarme por qué
la vida parece tan sencilla, tan pequeña y hace tanto daño.
El cabrón me ha
despedido. Restructuración de recursos humanos en la empresa. Gente joven,
digo yo. Por supuesto que somos gente comprometida pero no es suficiente. La
otra le habrá dicho que soy una
respondona, además. Desde luego, no lo soy. Si me he conformado con todo.
Me tiembla la mano y la voz. Se me nubla la vista con
las lágrimas, me limpio de un manotazo, y el panel se difumina, se vuelve
borroso y se convierte en una mancha oscura y macabra enmarcada en madera de
pino. Y, entonces lloro más y con más fuerza, ya no me puedo contener.
Aprovecho y lloro por todo lo de este mundo. Porque ya no hay compasión, no hay
amistad, no hay nada. No hay padres, ni madres y nos tratamos con un exceso de
confianza que desfigura el respeto. Mi futuro se hace añicos frente a mí.
El
aguacero va calando en mis paisajes preferidos, desaparece Zihuatanejo y me
invade una pena jamás sentida. Qué voy a
hacer ahora sin trabajo, por favor... continuará